lunes, 4 de agosto de 2008

ÁLBUM DE ARENA (PRIMERA ANTOLOGÍA BINACIONAL DE POESÍA CONTEMPORÁNEA ECUADOR-PERÚ)

PRETEXTOS PARA PARTIR UN TRONCO Por Ernesto Carrión

“MI DIOS ES NIEVE/ MI DIOS ES VACÍO”
RAÚL ZURITA

¿Para qué la palabra, que no contiene al mundo? ¿Para qué toda esta literatura que reniega del mundo? ¿Para qué aferrarnos a esa muerte incompleta que es el poema? ¿Para qué una nueva muestra de ese inenarrable desamparo que ejerce la poesía? ¿Para qué esta antología en un tiempo en el que aparecen tantas antologías que buscan –frustradamente- legitimar unos cuántos nombres? ¿Para qué otro libro más -en el centro de esta era de soledades virtuales y jardines líquidos sobre pantallas líquidas?

Durante los últimos 5 años, en el caso de este país (Ecuador), han venido apareciendo un sinnúmero de antologías (muchas de éstas de la mano de grupos “literarios” de jóvenes) de las ciudades principales, que persiguen únicamente el reconocimiento. Por una parte, el silencio rotundo -y culpable también- de la crítica; los facilismos literarios en un mundo regido por el marketing y las relaciones públicas; el apadrinazgo inconsciente de unos cuantos (así como la falta de criterios formativos tanto de los poetas como de los lectores), han dado como resultado un inmenso desorden en nuestra poesía, y una caída triste de los conceptos de ética y estética que deberían girar alrededor de la creación poética. En definitiva, una ambigüedad horrenda “que no podrá salvarnos de absolutamente nada”.

Muchos se defienden hablando de una supuesta ruptura, a la que representarían. De un magistral uso de la ironía que, como bien apuntara Rilke (en cartas a un joven poeta), debe ser el peor desacierto o la peor herramienta, sino la más desesperada, de un escriba. Su facilismo desmedido ha hecho de que pretendan convencernos –en su confusión fulminante- que ante el desamparo y el vacío posmodernos el sarcasmo es un arma legítima.

Lo cierto es que la completa esterilidad en cuanto a fondo y forma, el plagio del plagio y la inmediatez con la que asumen los últimos poetas su labor, convierten dichos trabajos en propuestas muertas, en manotazos de ahogado, en desierto disfrazado de serpiente.

Ante esta molestia (debo decirla: mía. No me tomo la palabra por nadie más), y la falta de antologías que, perentoriamente, ingresen -sino a regular- a brindarnos un termómetro dentro de la última poesía ecuatoriana; reúno acá a 13 poetas que representarían, a mi forma de entender este proceso, compromisos verdaderos con la palabra. Ya que en estos 13 nombres seleccionados, encontramos esa búsqueda incesante de argumentos que al menos intentan desenmascarar o comprender el por qué de las verdades a medias. El por qué esta testarudez de poner los pies bajo un cielo más pálido que el muerto más hermoso.

En el caso de Perú, Maurizio Medo ha realizado la selección de 13 poetas que concuerdan en la fuerza, el desarraigo y el oficio necesarios para encontrarse aquí reunidos (Todos publicados en los últimos 18 años -ya que este fue uno de los parámetros que aclaramos con Maurizio, antes de realizar la selección. Tratando, evidentemente, de privilegiar a la poesía más joven y renovadora).

¿Qué une a estos 26 poetas? A modo muy breve y personal diría que su único rigor lógico se encuentra en que esta poesía contemporánea tiene, como es sabido, un pie en el desenfado posmoderno y otro en la esperanza. Su angustia y falta de verdades absolutas, como fuente de creación, hacen que esta poesía busque su propio asentamiento en referentes, momentos, emociones y soportes técnicos tan disímiles entre sí, que terminan conjugándose en un Álbum de arena de aparente inmaterialidad, como nuestro mundo.

Trabajos que van desde planteamientos estéticos y ontológicos, hasta el confesionalismo más audaz. Desde el poema de dos versos (que nos recuerdan ese minimalismo y profundidad en lo breve -que defendía Cicerón) hasta la experimentación en caídas y repeticiones de versos múltiples. Quizás la única línea ecuatorial de esta antología está trazada por la persistencia y la cólera que emplean estos poetas, página tras página (nieve bajo nieve), hasta encontrar el verso en el preciso eje de la soledad humana.

¿Para qué partir un tronco, entonces? Para este inmenso pretexto al que hemos llamado literatura. Para reparar en la cacería del polvo oculta en el jardín de los cuerpos. Para soñar con días sin violencia contenida. Para descifrar los temblores de estas 26 cabezas que se apoyan sobre el pensamiento de manera distinta.

Santiago de Guayaquil, 3 de junio de 2008.

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POETAS QUE CONSTAN EN ESTA ANTOLOGÍA

PERU: Rafael Espinosa, Luis Fernando Chueca, Jorge Frisancho, Willy Gómez Migliaro, Monserrat Álvarez, Lorenzo Helguero, Miguel Ildefonso, Victoria Guerrero, José Carlos Yrigoyen, Paul Guillén, Alberto Valdivia Baselli, Jerónimo Pimentel y Cecilia Podestá.

ECUADOR: Roy Sigüenza, Paco Benavides, Cristóbal Zapata, Luis Carlos Mussó, Aleyda Quevedo, Paúl Puma, Ángel Emilio Hidalgo, Alfonso Espinosa Andrade, David G. Barreto, César Eduardo Carrión, Cristián Avecillas, Juan José Rodríguez y Fabián Darío Mosquera.
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CRISTÓBAL ZAPATA (Ecuador)

RESIDENCIAL OLMEDO, HABITACIÓN 38

En los baños del Hotel de la Confianza, apareces,
aguador desnudo.
Severo Sarduy, Big Bang.

Escombrosas piezas, de sábanas sucias, raídas, sanguinolentas, las que antaño fueron cámaras de holán y seda. Palimpsesto de azulejos en los baños: las toscas baldosas de ahora dejan entrever las trazas de la loza italiana. Azogues que un día lucieron despejadas fuentes donde se reflejaban las damas, hoy son destartalados tocadores, turbios charcos de cristal.

Aquí nadie se mira, los espejos son un incómodo suplemento entre los huéspedes, aquí reina el tacto que disimula y acaricia la ruina; el olfato, que huele el deseo. El agua que corre es un chorro espúreo y mezquino para limpiar las partes inflamadas y fragantes.

Este fue el Hotel del Puerto, objeto de anticipadas reservaciones, insomne testigo de un suntuoso tráfico de equipajes; en cuyos pisos de mármol los zapatos rechinaban; donde las mujeres, tomadas por esposas, fueron tibiamente desangradas; donde hombres gordos bebiendo sckotch hasta el amanecer, llevaron a término arduas citas de negocios; donde sus huéspedes fueron bellos, limpios, sexualmente correctos.

Aquí has llegado Escriba infame, buscando la fácil lujuria de las residenciales. Te has dejado elegir una pieza con balcón hacia la calle, sobre el que se entrecruzan los espesos cables del alambrado. Preferiste el balcón al baño privado. Son las opciones que ofrece la casa. Amas la promiscuidad y la luz. Los baños compartidos son siempre propicios a la incandescencia del deseo. En la mañana, mientras te afeitabas, ha entrado una mujer rubia que traía un pozuelo en la mano, venía por agua. Llevaba un pantalón de terciopelo negro que hacía difusa la línea de su vientre y de sus muslos. Ahora comprendes que se dobló ante la llave de la ducha para ofrecerte sus ancas de felpa. Pero vos, tímido, siempre temeroso a pesar del deseo que arrastras, simulaste ignorarla y te fuiste, dejándola a horcajadas sobre el chorro de agua.

Anoche has venido con Teresa y Pablo. Has lamido el sexo de ella con fruición y ternura, como si quisieras enamorarla. Enamorar una mujer allí: donde late y sangra, en su atrio sagrado y profano. Pero ella impunemente enamorada de Pablo, fue invulnerable a tu lengua y a tus afectos. La perversa trinidad: misterio erótico, aporía teológica, alegoría narrativa.

Hoy, en el urinario del cine Lux, se ha acercado un muchacho blandiendo ante vos su sexo erecto y cobrizo. Te lo ofrecía con un guiño de sus ojos verdes, cristalinos. Qué estremecimiento, qué temblor, cómo redobla tu corazón ante la inminencia del deseo. Siempre fue así: recuerdas, recuerdas… Nadie salvará tu cuerpo de su sino, mientras viva rodará a la intemperie: vulnerable y cerrero. El muchacho se acercó más, tomó tu mano y la puso en su sexo, vos la cerraste en su torno.

Ansiosos, sedientos, como si buscaran un oasis en la ávida estepa de los pornógrafos, subieron a la galería. Fue él, Virgilio en el oscuro y silente infiernillo de los mirones, quien te condujo hasta allí, hasta ese graderío forrado de lona donde te pidió que lamas, mames, tragues su sexo. Los voyeurs que se multiplicaban a tu alrededor –chacales olorosos a carne–, te inhibieron.

Le invitaste a la pensión. Estabas desesperado por ir. Cada vez ardías más ente el obsceno cortejo de Antonio: prometía penetrarte hasta que grites, bañar tu rostro de esperma… en la pantalla discurría, incesante, la faena romana.

Esta es la Residencial Olmedo, despostadero, curtiembre donde los desposeídos trabajan, adoban y aderezan las pieles; laberinto de habitaciones derruidas que apenas recuerda el origen de su nombre, el de otro atildado escriba, cultor de las cadencias latinas, prócer áulico… Pensaste en el incierto destino de los nombres, en la arbitrariedad de cada rótulo y cada título.

Alrededor se multiplicaban los burdeles y las salas de baile. En El Decamerón, los machos relinchan cada vez que un streper abandona el estrado, y abre sus fauces ente sus bocas; en La Cruel Condena las ficheras no consiguen disimular su tedio, beben para atenuar el asco por los borrachos que las solicitan; en Destinitos Fatales el baile es un riguroso protocolo de seducción. Por lo que queda de la noche, algunas parejas alquilarán una pieza en la Residencial.

Esta es la Residencial Olmedo, donde las piezas han sido numeradas ordinalmente, ordinariamente. Villa de los Misterios, Casa del Fauno, Pompeya y Herculano, donde los dibujos murales y las inscripciones rupestres trazan la crónica procaz de sus pasajeros. Desde aquí has visto caer la noche sin gloria, exhausto de buscar un sitio, un cuerpo en ella.

¿Quién dirá lo que fuiste, lo que quisiste ser? Te perderá la carne Escriba, y nadie dirá nada por vos, nadie.

(Para Jimmy Mendoza, el “aguador desnudo”)
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JORGE FRISANCHO (PERÚ)
PLATO VACÍO (ALGO ESTÁ OBLIGÁNDONOS A RECOMENZAR)

Para Rodrigo Quijano

¿Cuántas veces deberé contemplar aquel plato vacío
para que suceda, exactamente, un atardecer frente a mis ojos
y éste sea el legítimo crepúsculo, entre afranelados ocres y amarillos,
que se desenrolla sobre un mito personal, como su relativo apocalipsis?

No, nadie dijo que el poema sería la respuesta, pero no me importa.
Nada cambia si me quedo a mirar el horizonte, la sombra del pelícano en la arena,
las desfallecientes oleadas de un Pacífico sur —pero no tanto—
y luego escribo, parado en el mismísimo ecuador de toda una experiencia
cuidadosas elegías, ordenados cuartetos sin fustán, desnudos versos
ferozmente sonoros y expresivos.
Y sin embargo miro el horizonte como quien mira un espejo
y hago de las olas elevándose una simbólica ecuación, un estallido
y del pelícano una imagen en el lugar exacto, y éste es un poema
mas no un atardecer de dudosa geometría o un crepúsculo coloreado
como una hoguera de delgadísimas flamas arañando mi corazón.
No, nada ha sucedido excepto las palabras, pero no me importa.
Contemplo otra vez aquel plato vacío, fracasando,
y bailo sobre un pie, clavándome en un suelo sin virtudes, mientras a mis espaldas
cuarenta catedráticos se ríen sin emoción:
elaborados ayes, castísimos lamentos salen de mi laringe sin convencer a nadie
y permanezco en vilo sobre mi propia sombra puntual, cubierto de tensiones y ternuras
tratando de caer sin conseguirlo.
De alguna forma oscuro, herido por la miopía, aún estoy mirando el horizonte
como un molusco rudamente separado de las rocas.
Suma de minerales y líquidos amnióticos, bajo una piel que se calcina pero insiste,
esto soy, y un pedazo de sombra me define ante tus ojos,
mientras algo está obligándome a recomenzar.
Porque algo está obligándome a recomenzar:
bailo sobre un pie
como sobre los arcos de un sentido preciso pero incomunicable,
incomunicado yo mismo entre paredes de palabras, y el poema
es lo que he venido a recitar en un punto cualquiera del ajeno litoral que
se despuebla
de todos sus animalillos murmurantes, como tú, que ahora caen
graciosamente hacia el falsete.
A mis espaldas cuarenta catedráticos susurran, pero no los oigo.
Sus voces aflautadas pueden ser, ahora, un melodramático bolero tropical
mientras de mí se desbanda un tropel de pasitos, y jergas, y compases
melancólicamente disueltos en el absurdo de su perfección.
Guardo, como una paradoja, emotivos silencios mientras la música vuelve,
pero la música no vuelve, y tú me estás mirando detenerme
en el instante previo a la caída que es, fingidamente, mi destino.
No, éste no es un atardecer, pero tampoco un mediodía,
y sigo contemplando aquel plato vacío como quien espera, mientras un
lapso de tiempo indefinible
hace con delicadeza un delta para rodearme, y no me toca.
Es el permanente lapsus del poema lo que oigo, aunque me cantes
y una hoguera de flamas delgadísimas nos una:
aún estoy mirando el horizonte, y el horizonte se mueve y reverbera como un verso
sin retóricos meandros, acerado, o más bien acelerado
que se encamina sin lástima a su consumación.
Y nada cambia, incluso si me desapruebas
pues yo sigo bailando mi bolero y tú sigues allí, sutil como un hermano de
otros padres
entre gritos inaudibles y concéntricos
que se piensan a sí mismos como una razón, y son un hueco
en el paradisíaco paisaje inexistente que contemplas, como yo mismo
contemplo todavía
la sombra del pelícano flotar sobre mi propia sombra: el poema
se parece demasiado a esta equivocación
que dejo deslizar sobre las removidas aguas de mi memoria, con la
estructura de un trino
y la fugacidad del sol opaco que nos hace, tercamente, un hermoso eclipse
frente al mar.
A mis espaldas, cuarenta catedráticos se marchan sonriendo
y éste es el momento de saber que el crepúsculo no llega aunque la
música vuelva
y yo siga bailando mi bolero mientras tú me cantas,
bajo los afranelados ocres y amarillos de una historia personal
tendida ciegamente en esta playa sin apocalipsis.
Y yo sigo bailando con los ojos puestos en el horizonte,
aunque un helado viento me cale el metatarso, y el poema
no tenga más respuesta, ni más intensidad, que ese plato vacío que nos
diferencia:
no, nada ha sucedido excepto las palabras,
como una hoguera de flamas delgadísimas arañando mi corazón
y también tu corazón, en el mismísimo ecuador de este poema
mientras algo, eternamente, está obligándonos a recomenzar.

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