domingo, 27 de octubre de 2013

Con un temblor de voz en lo que queda de palabra: Abigael Bohórquez, por Álvaro Solís


Con un temblor de voz en lo que queda de palabra: Abigael Bohórquez*

Por Álvaro Solís (Villahermosa, Tabasco, 1974)

Creo sinceramente que el mejor homenaje que un poeta puede recibir es ser leído, apreciado y valorado por un público lector o escucha. Miguel Guardia (quien perteneció al grupo “Mascarores” junto a escritores de la talla de Jaime Sabines, entre otros) y Bohórquez son poetas prácticamente desconocidos en nuestro país, sus libros son inconseguibles en el mercado editorial, el cual parece más entregado a rendir culto a los poetas que ya son considerados parte del canon, que en restituir el lugar que merecen figuras definitivas, indispensables para la conformación de la lírica nacional, como es el caso de Guardia (a quien por cierto Bohórquez dedica su segundo título “Acta de confirmación”, 1966) y del escritor nacido en Caborca.

Bohórquez es un poeta que desde su primer libro Fe de Bautismo (1960) hasta el último Poesida, poemario publicado un año después de su muerte, se muestra como poseedor de un enorme lirismo, poeta absoluto que canta al dolor emanado de los acontecimientos cotidianos, los cuales dan vida a textos sumamente emotivos, personalísimos, en donde cada palabra ha sido colocada con cirujana precisión, destacando desde el inicio el oficio de un escritor que iría decantando una obra sólida, en constante evolución temática y formal, que además no siempre deambularía por el camino seguro y firme de lo ya establecido, sino que en ocasiones también emprendería proyectos poéticos arriesgados y experimentales, como es el caso de poemario Navegación en Yoremito (1993).

De esta manera es difícil entender cómo en torno a una obra con estas características se ha guardado un sospechoso silencio, existe en torno a ella un veto que aún después de 16 años de la muerte de su autor no cesa, un veto que lo ha alejado de las editoriales que pueden procurar la divulgación que merece. La culpa de este silencio no se debe solamente al hecho de que Bohórquez, en su momento, no supo o no pudo encontrar los medios editoriales adecuados para su divulgación, sino a todos los que, siendo sus lectores, no hemos dedicado el esfuerzo suficiente para que esta obra llegue a un mayor número de lectores que puedan constatar por sí mismos, el enorme valor de una poesía llena de hallazgos, de honesta preocupación por lo humano.
Hasta el momento la edición más asequible de su obra es la antología titulada Las amarras terrestres (UAM, 2000) magníficamente preparada y prologada por Dionicio Morales como un tributo a su maestro. Por desgracia esta edición tiene mala circulación, quien la tiene no la presta, su distribución es mala, terrible, inexistente.
Todo parece indicar que además de un talento poético innegable existen otros requisitos para poder acceder a las editoriales de mayor prestigio y circulación de nuestro país.

Uno mira los catálogos de las editoriales más importantes de México, y es evidente que en todas ellas hay autores de prestigio que, por desgracia, no siempre tienen de su lado la poesía. Seré más puntual. ¿Cómo es posible que Abigael Bojórquez no forme parte de la colección “Letras mexicanas” del Fondo de Cultura Económica o de la serie “Lecturas Mexicanas” del CONACULTA? ¿Se trata de un autor políticamente incorrecto? ¿Quién vetó a este extraordinario poeta? ¿Hasta cuándo durará ese veto? ¿O es un olvido? Me parece que la falta de difusión en la obra de un poeta tan importante como Bohórquez es un vacío imperdonable en la poesía mexicana.

Si con José Carlos Becerra nos lamentamos porque la muerte lo sorprendió en Brindisi y nos dejó sin la obra que hubiera podido escribir en una época de madurez, con Bohórquez no nos pasa lo mismo, vemos cómo van evolucionando sus poemas, cómo el poeta perfecciona su oficio, cómo el poeta arriesga, cómo el poeta se quita la máscara y habla sin tapujos y celebra sus dones, cómo sus libros se vuelven más complejos en todos los sentidos, más crudos también. En el camino vemos cómo una voz se va forjando en el fuego arduo y diario de la vida.

¿Quién alza la mano para decir que la poesía de Abigael Bohórquez no merece las mejores vitrinas, las mesas de novedades de las librerías de nuestro país, los libreros de las bibliotecas públicas de las universidades?

La poesía de Abigael Bohórquez es una apología del hombre común, del dolor que no sólo lastima sino que, de alguna manera, purifica y nos permite acceder a una mirada singular en torno a los acontecimientos cotidianos, al amor filial y al amor carnal, a las cosas simples del mundo, al quehacer del poeta que rinde culto a la actividad más elevada; la propia Poesía:

Poesía, desembárcame,
échame a tierra y léñame,
como a candil de sangre, enciéndeme,
que se sepa tu Voz.

Poesía, horádame,
ancla en mí, balsamísame,
sumérgeme en la luz líquida y lenta
de ese trago de vino;
rescátame, tremólame,
tengo hambre de tu lanza en mi costado.

Poeta solitario, el sonorense se dedicó con ahínco a la configuración de una obra que abarca casi cuarenta años de creación, poco le importaron las lustrosas vitrinas de la élite literaria, se dedicó con severa humildad a testimoniar el mundo que le tocó vivir, y la manera en que le tocó (y costó) vivir ese mundo, la desazón más tremebunda:

Cuando ya hube roído pan familiar
untado de abstinencia,
y hube bebido agua de fosa séptica
donde orinan las bestias;
y robado a hurtadillas
tortilla y sal y huesos
de las cenadurías;
y caminado a pie calles y calles,
sin nómina,
levantando colillas de cigarros;
y hubime detenido en los destazaderos,
ladrando como perro sin dueño,
suelo al cielo, mirando a los abastecidos.

Sus temas fueron los del hombre sencillo que sabe sacar brillo a la árida roca hasta convertirla en diamante o en agua, en cielo despejado o en dolor purificador y profundo, en “Desierto mayor” o en transfiguración posible, en la frustración del hombre que encuentra su alimento mejor en las palabras, en las palabras que encuentran su modo mejor en la expresión poética.

De este modo Bohórquez logra transfigurar el dolor del hombre común y corriente, en gozo, en dolorosa belleza, convirtiéndose así en un moderno alquimista. Pero ¿de qué sirve toda esta transfiguración del dolor humano, si no hay una correspondencia lectora, si no hay quien asiente o niegue el milagro de la poesía, la epifanía que a pocos les es dado alcanzar y compartir?
el que, desde la infancia, retenía al dolor
como al más fiel inqulino de su casa

Ya Dionicio Morales, en el prólogo a la antología que preparó, ha fijado los distintos registros de la obra de Abigael Bohórquez:
su amorosísima y humana ansiedad por el destino del hombre, el desenfadado espíritu crítico que alcanza cimas corrosivas, su noble antiimperialismo, el delirante gozo de las varoniles urgencias terrenales de su asumida condición en el amor que ya puede gritar su nombre, su infinita ternura hacia las cosas y los seres olvidados de Dios, entre otros amplios registros.
Entre tales registros podemos agregar su preocupación por el lenguaje poético como tematización, así como la condición del poeta que tiene que sobrevivir en un mundo adverso hacia la sensibilidad del hombre que ha nacido dotado para el ejercicio de la escritura.
Otro punto a destacar es que Bohórquez transitó, desde su primer libro, por un camino recorrido escasamente en la lírica nacional, el de las preocupaciones sociales y políticas, preocupaciones que si bien son un constante a través de todo el corpus de su obra, no se encuentran peleadas en ningún momento con lo poético, sino que ambas conviven en constante equilibrio. Basta recordar el poema titulado “Llanto por la muerte de un perro”:

Mi perro siendo perro no mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
al mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar para que este poeta ocupe el lugar que por derecho propio merece su labor poética? ¿Cuánto tiempo para que Bohórquez comparta los estantes de las librerías con sus iguales, con los Chumacero, los Bonifaz Nuño, los José Carlos Becerra, los Lizalde, los Pellicer, etc.? Cuando esto suceda se habrá hecho justicia a uno de los poetas más intensos y de mayor alcance del siglo que recién terminó. Más allá de reivindicar a Abigael, se habrá hecho justicia a la POESÍA.

*Ensayo publicado en el número 15 de la revista Viento en vela.

En la orilla del canon: Jaime Reyes, por Eva Castañeda Barrera

Eva Castañeda nos guía por el subversivo desorden poético de Jaime Reyes a través de dos poemas de este guerrillero literario del México setentero, libertador de la palabra coloquial en verso.
Jaime Reyes se inserta en una de las décadas más importantes de la poesía mexicana del siglo XX, la década de los setenta. El crítico mexicano Evodio Escalante apunta al respecto: «Estos jóvenes de los tiempos postcontestatarios han movilizado una masa lingüística realmente impresionante». La mayor parte de los autores noveles se circunscribieron a un trabajo lingüístico que puso mayor atención a la forma, bien tendiendo a una poesía más culta, bien a una vertiente coloquial.
 El lenguaje de la calle
La Poesía de Jaime Reyes marca el inicio de una nueva temporada. Publica en 1976 Isla de raíz amarga, insomne raíz, y obtiene el Premio Xavier Villaurrutia el siguiente año. El crítico mexicano, Alberto Paredes señaló al respecto que «Todos los libros (de Jaime Reyes) emanan un aura de vehemencia, ira y rabia, es la poesía de la generación de los setenta en el desierto, en la orfandad social, negándose a claudicar». Irrumpe Reyes en el mundo público que es augurio de fracaso y no hay más forma de vivir que como decisión de resistencia. Su trinchera estaba escogida, desde la poesía coloquial buscó comunicar una emoción cuyas raíces se encontraban en lo cotidiano.
El poema que aquí nos ocupa está inserto en el libro Isla de Raíz amarga, insomne raíz.Trascribimos un fragmento.

Desde la rama más alta de esta gloria
¿Quién quiere atenderme fraternal y amorosamente?
Destaparme el culo, barrerme la espalda,
meterme un cerillo por la boca. ¿Quién, digo?
¿Quién quiere venir a abrir y abrir
esta rota puerta de silencio en que a cada momento me hundo?
[…]
Pues quiero decir que estoy loco, es verdad,
y que mi silencio es un silencio pagado con vergüenza,
un cotidiano castramiento de amor y orgullo en el que esto,
el amor, no es sino la sucia parte de un árbol derribado.
Pues quiero que vengan los amigos, nacho y marizza,
sonia y pepe, y todos los hijos y los gusanos que me rodean
para que vean, sí, para que puedan ver
cómo de esta columna de fuego ensimismado
brota solo y único el alarido de un corcel destrozado por el humo.
Quiero decir, digo, quiero decir que esta casa y estos libros
valen madres, quiero decir cómo lo que tengo nada sirve.
[…]
Cumplo con todos, véanme, soy feliz, salto de alegría,
estoy cantando…E insisto en colgarme
Desde la rama más alta de esta gloria.

El título es una lograda frase que aparece en el interior de los versos: «Estoy cantando…E insisto en colgarme/ desde la rama más alta de esta gloria». En este sentido, el título no funciona sólo como un guiño al lector, sino que éste es parte de lo que la voz lírica expresa. Las interrogantes con las que inicia el texto plantean la necesidad de que el sujeto poético sea asistido; primero la súplica: «¿Quién quiere atenderme fraternal y amorosamente?», contrasta con los versos siguientes: «Destaparme el culo, barrerme la espalda, /meterme un cerillo por la boca. ¿Quién, digo?». El lector se desestabiliza ante el choque abrupto entre versos que cambian su intensidad de manera violenta.
La construcción lingüística se da a partir del sentimiento de molestia e insatisfacción. Encontramos expresiones de uso popular; por ejemplo, «destaparme el culo, barrerme la espalda» hace referencia a la casi anulación del sujeto lírico; la palabra culo reafirma la transgresión de la intimidad. El verso siguiente refuerza esta idea con otra construcción coloquial: «meterme un cerillo por la boca», frase definitoria, en tanto deja en claro la necesidad de poner fin a su existencia. La voz lírica no necesita metáforas para referir su locura: «Pues quiero decir que estoy loco». En principio, el verso inicia con una conjunción causal «Pues», marca de oralidad, además de que el enunciado es uno de los más utilizados en la cotidianidad.
La violencia es llevada al amor, un amor que para el sujeto poético carece de valor, ya que es un amor degradado, envilecido: «el amor, no es sino la sucia parte de un árbol derribado». Esa súplica que se plantea en un primer momento, más tarde se transforma en una denuncia colmada de ira. Por otra parte, la alternancia (y combinación) de frases parcas y directas son instancias metafóricas, las cuales en muchos casos concluyen el enunciado denotativo: «para que vean, sí, para que puedan ver/ cómo de esta columna de fuego ensimismado/ brota solo y único el alarido de un corcel destrozado por el humo».
La ciudad es el eje central en la poesía de este autor. Decir lo urbano en Reyes es «constatar que recibe un tratamiento no descriptivo-paisajístico ni de crónica puntual, la intemperie citadina es apenas sugerida: no se le describe, se le experimenta». En el poema se configura un espacio lírico inserto en la calle, en el grupo social que padece las injusticias y la pobreza: «La poesía es la plaza pública donde poder vivir inconforme y no callar». La individualidad se rige por la colectividad. Entonces, a partir del espacio citadino es que se configura el lenguaje: «La lectura de un espacio urbano comienza desde su unidad mínima de resignificación. La Ciudad de México es al mismo tiempo centro geográfico y simbólico del país y en su carga semántica soporta el prestigio y desprestigio de ese nombre». La ciudad actúa como un elemento generador de lenguaje y en consecuencia de identidad. Recordemos que los poetas a los que aquí se hace alusión, viven en la ciudad y pertenecen a la clase media.
Los espacios cambian constantemente; los movimientos sociales, políticos y culturales generan de manera poco gradual el advenimiento de nuevas formas de incorporarse al entramado social; esos cambios también obligan a modificar el modo de estar en el mundo y, en consecuencia, el lenguaje: «Pero lo que se logra luego, contra esa experiencia […] es un modo de sentir que es un modo de escribir». El lenguaje de la poesía coloquial es una manifestación del lenguaje y de la idea de literatura que se explica a partir de los cambios sociales; sin embargo, hay que subrayar que estas transformaciones no operan sólo a nivel exterior, es decir, del paisaje. Las reformas más importantes son las que suceden al interior de los hombres y que modifican su forma de estar en el mundo; entonces recurren a «otro» lenguaje para expresarse. A medida que México crecía de manera dramática, era intensamente observada como un nuevo tipo de paisaje, como un nuevo tipo de sociedad. «Así como no hay una sola Ciudad de México, no existe una escritura de la Ciudad de México sino una pluralidad de maneras de aproximarse para explicar sus símbolos y preservarlos de la destrucción».
Existe un movimiento y un ritmo dentro de cada segmento que se rige por la ordenación y la longitud de los versos, su sintaxis, la suma o yuxtaposición de las palabras. Cabe destacar la reproducción de ciertas estructuras del habla cotidiana que dan la impresión de una escritura poco revisada; lo cierto es que ese es un recurso de la poesía coloquial: el uso deliberado de ciertos giros lingüísticos. El poeta sabe y es conciente del efecto que busca conseguir: «Quiero decir, digo, quiero decir que esta casa y estos libros valen madres, quiero decir cómo lo que tengo nada sirve». Desde su enfoque establece que la realidad se ubica en el error y en el caos provocado por la rigidez y estrechez de las estructuras de una sociedad indiferente, casi muda. Ante ello, se revela construyendo un discurso que denuncia esta situación injusta, evidencia a través de múltiples ejemplos la confusión, la nostalgia y el deseo de liberación de los que padecen esa circunstancia. Lo hace asumiéndose como parte funcional de un conjunto, como ser que se autonombra portador de un mensaje; lo logra con estrategia de guerrilla literaria, asaltando sorpresivamente la sintaxis, cuestionando el orden de las palabras, llevando el verso por caminos poco frecuentados.
A lo largo de todo el libro Isla de Raíz amarga, insomne raíz, Reyes utiliza este lenguaje callejero y citadino. En el poema «Sin memoria ni olvido», por ejemplo, podemos leer cómo, a partir de la presencia de Rubén Salazar Mallén en la dedicatoria, el poeta recorre la tradición literaria mexicana asociada con el lenguaje de la calle. Revisemos el primer fragmento.
Sin memoria ni olvido
 A Rubén Salazar Mallén
Cuartos arriba y cuartos abajo,
viejo carajo, viejo del demonio, hay uno que te niega,
hay uno gritando que eso no es verdad, pedazo de tullido,
alcornoque de cemento.
Cuartos arriba, cuartos abajo viejo carajo me acuso de tu muerte,
pues después, sólo después de mí ya no eres posible,
ya no tienes a que desvelarte.
Es lunes. Es lunes y es humo y es la tierra podrida, veracruzana mamada,
pisoteada, escarnecida. Ahora es lunes y es el infierno.
Punta de lanza, viejo soldado en desgracia,
diablo cornudo, viejo panzón,
¿qué putas vas a instruir en el infierno?,
¿quién va a limpiar tus ojos babeando
y tu boca escupiendo sarneces?
A que no sabes –tú, tan sereno, tan objetivo, inflexible,
vara de gases asesinos que tú no sabes cómo es la muerte.
[…]
Me estás doliendo duro, durito,
bien durito que me estás doliendo, remedo de dios, gargajo de humano.
Y hay noches en que quiero buscarte,
santo burdelero, peleador abofeteado.
Y hay noches y días en que quiero buscarte y nada me dejas,
calor avorazado, gusano de libros hasta mis manos te llevaste.
Y hay noches y hay días,
días tan terribles en que ni siquiera quiero levantarme
porque te me estás muriendo entre las manos,
porque me estás calentando al rojo vivo con tu cuerpo que se pudre,
dulce muerte, dulce muerte tibia y gangrenada.
[…]
Me estás doliendo, maestro, me estás doliendo demasiado, viejo cabrón.
Ahora me llaman. A nadie hay que hacer esperar.
«Sin memoria ni olvido» tiene una dedicatoria a Rubén Salazar Mallén que resulta emblemática y determinante para analizar el poema; la simpatía y admiración que Jaime Reyes profesó al escritor veracruzano se explica, entre otras cosas, por la actitud crítica que este último mantuvo siempre frente a la política y la cultura, lo que le valió la marginación literaria. «Sin olvido ni memoria» hace las veces de un recordatorio, que no de un homenaje, tal como la voz lírica lo dice: «Pero yo no quiero homenajearte,/ ni siquiera llorarte porque te odio, te odio con toda mi sangre y mi hemorragia». El poema no se construye con un tono grandilocuente, las palabras son las mismas con las que se le habla a un amigo; no obstante, la construcción formal del poema es redonda. El título es un aparente contrasentido, «Sin memoria ni olvido» resulta ser una repetición paradójica que racionalmente poco nos dice. Reyes reelabora el dicho que en la década de los setenta era utilizado en las marchas o manifestaciones contra el poder: «Ni perdón ni olvido» tenía y tiene un sentido de crítica social que recuerda al gobierno que la sociedad no va a olvidar las injusticias y los crímenes cometidos en contra de ella. Así, «Sin memoria ni olvido» es el recordatorio que hace Jaime Reyes de un escritor que por su actuación política y literaria fue expulsado de la República de la Letras.
El poema está dividido en 11 fragmentos cuya extensión es variable, el sujeto poético se dirige a una segunda persona y lo hace con un tono de familiaridad: «viejo carajo, viejo del demonio, hay uno que te niega, / hay uno gritando que eso no es verdad, pedazo de tullido,/alcornoque del cemento». Al prescindir del nombre propio se acude a las expresiones de uso coloquial: «viejo carajo», «viejo del demonio», «pedazo de tullido». El sujeto poético enfatiza lo anterior con los enunciados: «hay uno que te niega», «hay uno gritando», donde también se elide el sustantivo propio o el nombre. La poesía coloquial recurre a estas formas que son altamente frecuentes en el habla cotidiana; la estrategia que se persigue al echar mano de ellas es que la voz lírica anula la distancia que existe con su interlocutor y se establece una cercanía tal que evoca la discursividad de lo oral: «Los poetas coloquiales se encargarán de reforzar el contacto con la vida cotidiana, con la experiencia inmediata, con la calle, con lo popular, con la historia».
La voz poética continúa su recorrido por la remembranza y, al mismo tiempo, manifiesta su hartazgo, casi desencanto frente a la realidad. El recuerdo del amigo se instala en esta desazón: «Es lunes. Es lunes y es humo y es la tierra podrida, veracruzana mamada,/ pisoteada, escarnecida. Ahora es lunes y el infierno». Los espacios que se elaboran en la poesía coloquial son concretos, en la mayoría de los casos citadinos; por lo general, se hace mención a los días o meses para reforzar el vínculo con las vivencias diarias. Las enumeraciones son otro recurso importante, pues sirven como elementos enfáticos de una realidad o hecho determinado: «Punta de lanza, viejo soldado en desgracia,/ diablo cornudo,/ viejo panzón». Es importante destacar que, en esta caso, las expresiones resultan familiares por el uso tan común que de manera ordinaria se les da. La presencia implícita de un interlocutor se destaca por las preguntas que hace la voz lírica: «qué putas vas a instruir en el infierno?/ ¿Quién va a limpiar tus ojos babeando/ y tu boca escupiendo sarneces?». Da la impresión de que alguien va a contestar a las interrogantes y el sujeto poético continúa la conversación: «A que no sabes –tú, tan sereno, tan objetivo, inflexible». El inicio del sintagma («A que no sabes») funciona como marca de oralidad, pues de manera escrita difícilmente la encontraríamos, se utiliza en el lenguaje hablado para indicar admiración o sorpresa, además de mostrar la presencia implícita de un interlocutor.
La poesía coloquial pone en «funcionamiento la vastedad del castellano con la convicción de que nada es ajeno a la poesía y de que ninguna parcela de la lengua es poéticamente inutilizable». En este sentido, Roman Jakobson establece en su ensayo «El folklore como forma específica de creación» que el folklore se produce y reproduce siguiendo leyes de comportamiento semejantes a las de la lengua. Representa, pues, la búsqueda de una regularidad sistemática, «el acatamiento de las sanciones colectivas, el depósito de paradigmas que son patrimonio de una comunidad». Así entonces, en el poema «Sin memoria ni olvido» encontramos elementos que son claramente tomados de la oralidad y que, si bien son trabajados de manera poética, su fuente está en el decir coloquial, tal es el caso, por ejemplo de: «Me estás doliendo, duro durito,/ bien durito que me estás doliendo, remedo de dios, gargajo de humano». Las repeticiones y la inclusión de diminutivos dan la impresión de una aparente economía del lenguaje, no obstante, en el poema cumplen la función de enfatizar el sentimiento de la voz lírica, además de emular el lenguaje coloquial. Los versos siguientes inician con una conjunción copulativa: «Y hay noches en que quiero buscarte», «Y hay noches y días en que quiero buscarte», «Y hay noches y hay días». Refuerzan la marca de oralidad los versos inaugurados por la conjunción causal, porque: «porque te me estás muriendo entre las manos», «porque me estás calentando al rojo vivo». Estos nexos colocados estratégicamente al inicio de cada verso aparentan un contexto de charla o conversación; es importante destacar que introducen oraciones que acentúan el tono coloquial al prescindir de metáforas y en su lugar recurrir a frases populares como: «calentando al rojo vivo» o «se me está muriendo entre las manos». Estas expresiones no sufren una reelaboración dentro del texto; en su lugar, cabe hablar de una resignificación y ésta se da a partir de la forma en la que Jaime Reyes va construyendo el poema:
La poesía, a diferencia de la prosa, se define por su ordenamiento paradigmático y no el sintagmático propio de la prosa: la organización en el texto poético se establece al nivel de asociaciones y equivalencias en una estructura que privilegia la recurrencia y la repetición. En la poesía conversacional la tensión y visión poética se dan por medio de la reiteración de ritmos y frases, mediante recursos como el paralelismo, la anáfora, y la aliteración, además del hábil manejo del encabalgamiento y del uso acumulativo de imágenes concretas.
Los versos finales del fragmento analizado son consecuentes con todo el poema, las repeticiones y el léxico empleado en la calle son las constantes: «Me estás doliendo, maestro, me estás doliendo demasiado, viejo cabrón. / Ahora me llaman. A nadie hay que hacer esperar».
Hasta aquí cabe hacernos una pregunta ¿Cuál es la propuesta de Jaime Reyes? Forma es materia en arte como señala Alberto Paredes. En el caso de este poeta, su vehemente coloquialidad, su idea de la vida, queda expresada dentro de elecciones que hace para construir el texto. Todo lo que ocurre y transita el poema hace la forma.
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Eva Castañeda Barrera (Ciudad de México, 1981) es maestra en Letras por la UNAM, actualmente estudia el doctorado en Letras en la misma Institución. Ha publicado poemas en diversos medios escritos y electrónicos. Actualmente es parte de la coordinación editorial del Periódico de poesía de la UNAM. Es miembro fundador delSeminario de investigación Permanente en Poesía Mexicana Contemporánea. Ha sido incluida en diversas volúmenes colectivos y antologías, entre ellas: Canto de sirenas(Cascada de palabras / Cartonera, 2010), Poesía al Armar (CONACULTA / INBA, 2011), Grito de mujer (Cascada de palabras / Cartonera, 2011). Es autora del libroNada se pierde (VersodestierrO, 2012).

Pobreza: nuevo poemario de Víktor Gómez

Pobreza
Víktor Gómez
Calambur Poesía, 139. 134 p. 14 x 22,5 cm.
ISBN: 978-84-8359-255-7
PVP: 14,00 €

Pobreza ahonda en una aventura poética que lleva el lenguaje a los límites de la sintaxis, de la delgadez expresiva y de la combinatoria de géneros, registros y dialectos, para dar cuenta de los vértigos de la conciencia y del compromiso ético contemporáneos. Poesía de la crítica, para la crítica, desde la crítica, que comienza, como no podía ser de otra manera, en la crítica y la sospecha del lenguaje. Y continúa con la autocrítica del yo como entidad definida y cerrada; la crítica de la complacencia o indiferencia o inconsciencia de la ficción de ese yo ante las catástrofes coetáneas. Poemario indisciplinado, en explícito combate con lo acomodaticio, lo estable y lo establecido; y en diálogo con los espacios que, arrasados por la voracidad del capitalismo, dejan sus ruinas, su extrañamiento, su pobreza a la intemperie. «¿Qué pobreza es esta que ni sabe afuera de la página qué nombre tiene lo posible?». Un libro en el que nada se ahorra, pues donde hay pobreza solo puede haber derroche, caudal: «y en la tesitura teselas del calígrafo zurdo hablandar la escucha y deshuchar sus monedillas cruzar en rojo los semáforos dejar que fermente lo inverosímil no pronunciar la jaula».


Víktor Gómez (Madrid, 1967) es poeta comprometido e incasable activista cultural: cofundador y coordinador de la Asociación Poética Caudal, coordina ciclos de lecturas poéticas y de pensamiento crítico en Librería Primado. Desde 2011, codirige, junto a Javier Gil, la colección once de poesía y ensayo (Amargord). Publicó como editor, junto a Miguel Morata, el libro coral Por donde pasa la poesía (2011), que recogía la intensa actividad desarrollada en Valencia en torno a Librería Primado. Ha publicado los libros de poesía: Detrás de la casa en ruinas (2010), Huérfanos aún (2010),Incompleto (2010) y Trazas del calígrafo zurdo (2013).

http://viktorgomez.blogspot.com.es/
http://calambureditorial.blogspot.com.es/2013/10/novedad-pobreza-de-viktor-gomez.html

Presentaciones del libro:

Martes 29 de octubre en Sevilla, a las 20 h. en La Mercería Café Espacio Cultural. Presentación de la mano de Carlos Fernández Serrato y el autor. 

Jueves 14 de noviembre en Valencia, a las 20 h Presentación doble en Librería Primado de Pobreza de Viktor Gómez junto a Mar Benegas que presenta Abecedario del cuerpo imaginario. 

Miércoles 20 de noviembre en Madrid, en La Marabunta, a las 19:30 h Lectura "Correspondencias poéticas: La nieve y la chatarra. Con/vesar los inéditos de Miguel Ángel Curiel, Rafael Saravia y Viktor Gómez 

jueves 21 de noviembre, Lectura en Zaragoza, a las 19:30 h, de la mano de Nacho Escuín en el Ciclo Este jueves, poesía.

Charles Simic ingresa en la multiplicidad caótica del mundo, por Carmen Anisa

En sus memorias, Una mosca en la sopa (Vaso Roto Ediciones, 2010), Charles Simic (Belgrado, 1938) definió la poesía como “la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad”. El poeta “se ve empujado a decir la verdad”, pero existen distintas formas de percibirla: 

El consejo del realista es “abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: “cierra los ojos para ver mejor”. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle. 

Ahora, Vaso Roto ha publicado el poemario de Simic El mundo no se acaba, edición bilingüe a cargo de Jordi Doce‎, que es una muestra de la otra verdad vista con la lucidez de los ojos cerrados. Basta con adentrarse en ese camino paralelo. 

Nada habrá cambiado cuando salgamos a la superficie; el mundo continuará siendo ese incomprensible lugar donde los seres humanos viven, aman, mueren, trazan los más elevados sistemas filosóficos, las grandes obras de ingeniería, los más sofisticados artilugios en nombre del progreso o para matarse unos a otros. Nada habrá cambiado pero sentiremos que hemos asistido a un espectáculo excepcional y desearemos volver a comprar la entrada para que el mundo siga existiendo. 

Historia de una edición 

No es la primera vez que se edita en español The World Doesn’t End (1989), obra clave de Charles Simic, con la que obtuvo el Premio Pulitzer de poesía en 1990. La editorial DVD la publicó en 1999 con el título El mundo no se acaba y otros poemas, una edición de Mario Lucarda. 

Por esa época Jordi Doce, que desconocía el proyecto de DVD, trabajaba también en una traducción de este libro, que quedó guardada en un cajón durante varios años. A estas alturas, cuando ya es muy difícil encontrar un ejemplar de la edición de Mario Lucarda, la editorial Vaso Roto ha rescatado las versiones de Jordi Doce, revisadas con rigor y sabiduría artística. 

Muchos conocimos la poesía de Simic gracias a la antología Desmontando el silencio, (Ayuntamiento de Lucena, 2004), edición bilingüe del propio Doce. Los poemas iban precedidos de un prólogo en el que Jordi Doce narraba la historia de su encuentro con la obra de Simic. 

La lectura de los poemas de su primera época le produjeron un impacto “tan intenso que de inmediato le asaltó el deseo de traducirlos”; sin embargo le resultaba difícil encontrar el tono adecuado, “que pudiera generar otro poema en nuestro idioma”. 

La primera época de Simic se caracteriza por un estilo “minimalista” y “una concepción del poema como objeto cerrado y enigmático”. Tiempo después, Jordi Doce se reencontró con la poesía de Simic, pero se había producido un cambio sustancial en su estilo, una evolución hacia un tono “más urbano, más narrativo, más humorístico”. 

Los poemas le asombraron y fascinaron de tal modo que decidió retomar aquel trabajo que ahora se convertía en una tarea ineludible: la difusión de la poesía de Charles Simic. 

Por aquellos años de finales de los 90, el traductor conoció personalmente a Simic, con el que mantuvo una entrevista en Londres. Simic había emigrado con su familia a Estados Unidos en 1954. Nacionalizado estadounidense, se había convertido en uno de los grandes poetas del país. A través de los gestos y palabras del poeta, Jordi Doce nos retrata a un Simic cortés y entusiasta, atento a las palabras de su interlocutor. 

Habló de “su admiración por Octavio Paz”, “de lo importantes que habían sido Vallejo y Neruda en su educación poética”, de una vez que vio leer a Neruda y la emoción que le produjo: “Neruda era el poeta, después de escucharlo salías a la calle con ganas de comerte el mundo”. Jordi Doce describía la impresión de su encuentro con Simic y la relación entre el poeta y su poesía: 

Sus poemas, expresión de un mundo privado de indudable complejidad, se ofrecían al lector con igual llaneza, envueltos en la cortesía de la transparencia y la claridad. Es una transparencia engañosa, desde luego, porque la mano entra en ella y no toca fondo.

Un álbum del tiempo 

El mundo no se acaba pertenece a la segunda etapa de Charles Simic en la que, en palabras de Jordi Doce, hay “un rechazo de la tentación del silencio y una voluntad de ingreso en la multiplicidad caótica del mundo”. En el libro se agrupan materiales que Simic había ido acumulando hasta convertir El mundo no se acaba en una obra trascendental en su trayectoria poética. 

La concisión y el minimalismo dan paso al relato en prosa de un instante, a veces terrible, otras oscuro o enigmático, pero siempre visto desde una distancia que le permite a Simic tratar lo trascendente con humor e ironía, como si nada tuviera especial importancia, pero a su vez todo fuera digno de atención, de quedar plasmado en un poema. 

El poeta se coloca del lado del lector y le invita a contemplar otra realidad, la de la imaginación, la de los ojos cerrados. Por eso cada página de El mundo no se acaba nos trae una sorpresa, y algunas se quedan para siempre grabadas en nuestra retina. 

Escribe Simic en Una mosca en la sopa

El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. Rescatar un instante, un rostro, un estado de ánimo un árbol y tomar una fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos

Si los poemas rescatan el instante y detienen el tiempo, El mundo no se acaba es como un álbum de fotografías familiares. Podemos verlo uno y otra vez, pasar las páginas donde seguirán esperándonos esos extraños seres; algunos de ellos están sacados de determinados momentos de la vida del poeta; otros parecen asomar la cabeza desde un cuento de terror o desde cuadros o fotografías que retratan la América profunda. 

Jordi Doce ha señalado el optimismo latente de estos poemas escritos hace ahora veinticuatro años. El mundo sigue cambiando y el ser humano hace bastante poco para que vaya algo mejor, pero nuestra supervivencia no es posible sin ese grado de optimismo; por eso los poemas de Charles Simic parecen escritos para estos días que vivimos. 

Desde nuestros agujeros miramos absortos una pantalla de televisión, bombardeados por imágenes superpuestas en las que la realidad acaba convirtiéndose en una sucesión de anuncios publicitarios como promesas de una felicidad que nunca llega. 

Charles Simic en Una mosca en la sopa nos recuerda que “los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la tierra”, y nos lanza una pregunta ¿y si los poetas “fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie?”: 

Además uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción. 

Los poemas en prosa que integran El mundo no se acaba están agrupados en tres secciones y cada una finaliza con un breve y enigmático poema. El que cierra la primera parte es “Lección de historia”. Desde la imagen del primer poema “Mi madre era una trenza de humo negro”, que remite a los recuerdos de la primera infancia del poeta y a los bombardeos de Belgrado en la Segunda Guerra Mundial, vamos a adentrarnos en ese otro lado de la historia, la de aquellos que nunca fueron dignos de ser cantados en un verso: 

Escalígero palidece mortalmente al ver un 
berro. Ticho Brahe, famoso astrónomo, se desmaya 
al ver un zorro enjaulado. María de Médicis se marea 
súbitamente al ver una rosa, hasta en pintura. Mis 
antepasados, entretanto, comen repollo. Remueven 
el cazo buscando una pezuña de cerdo que no existe. 
El cielo es azul. El ruiseñor canta en un soneto 
renacentista, e inmediatamente alguien se va a la cama 
con un dolor de muelas.
 

Un soldado napoleónico sigue recorriendo el mundo con su pelo de metro y medio de largo, cruzándose con ejércitos que van de un lado a otro, los inviernos duran a veces cien años y hay siglos que se van al garete. Por allí aparecen seres alucinados, como “los maestros en el arte de la levitación”, que flotan sin rumbo “sobre las oscuras copas de los árboles” y no se sabe si duermen o piensan; la rubia cenicienta que se creía muerta, o la pequeña Emily y su cementerio de Equis: 

Historias de fantasmas escritas como ecuaciones 
algebraicas. La pequeña Emily está muy asustada 
junto a la pizarra. Las Equis parecen un cementerio de 
noche. El maestro quiere que husmee entre ellas con 
una tiza. Todos los niños contienen el aliento. La tiza 
blanca lanza un chillido entre los signos más y menos, 
y luego vuelve la calma.

La presencia de la filosofía 

La segunda parte del libro se inicia con la imagen de la muñeca de porcelana que el mar ha llevado hasta una playa gris: “Uno quisiera saber su historia: Uno quisiera inventarla, inventar muchas historias”. Historias como las de los ángeles de la guarda que nos abandonan porque tienen miedo de la oscuridad, o la del chico que saca su lengua roja en una pintura demasiado negra. 

Bisabuelas convertidas en gallinas gigantes, un pulgar que se va de aventura, perros con alma que imaginan ciudades para poder perderse en ellas, hombres que llaman a sus perros Rimbaud y Hölderlin y hablan con frases de Sócrates: “La vida no examinada no merece ser vivida”. 

La filosofía se mezcla con escenas de Nueva York, donde personajes solitarios podrían haber sido pintados por Edward Hopper; de este modo el poema “Querido Friedrich, el mundo sigue siendo falso, cruel, hermoso…”, nos muestra la escena del chino de una tintorería que hojea un libro escrito en un idioma que desconoce, mientras espera a la hija que viste falda corta y le trae la cena. Y una gótica imagen surrealista como la del muerto que baja del cadalso con su cabeza bajo el brazo termina mezclándose con el río de Heráclito: 

Que tranquilo es el mundo. Uno puede oír el 
viejo río, que en su confusión a veces se olvida y fluye 
hacia atrás.
 

“Evangelio”, un poema breve, cuyas primeras palabras nos recuerdan el famoso verso de Dante, cierra esta segunda sección; pero el camino de la vida se ha convertido ahora en “ningún sitio”: 

A medio camino de ningún sitio… 

me pareció que oía 
repicar las campanas, 
al ciego de la esquina 
gritar mi nombre.
 

La tercera parte de El mundo no se acaba nos ofrece otro puñado de instantáneas como la del poeta menor que busca sus poemas en cajones, el travestí negro vestido de debutante o la pareja que pasa “una semana de vacaciones en un pisapapeles de cristal comprado en Coney Island”. 

Hay lugares como “Ningún Sitio, que es un pueblo como cualquier otro”, ovnis que se llevan a la gente de paseo o chicas que sueñan con ser estrellas de la música country. Junto a ellos aparece la figura de André Breton, un tributo al poeta surrealista en un retrato del sueño americano: 

Mi padre amaba los extraños libros de André 
Breton. Solía alzar su copa de vino y brindar por 
aquellas remotas veladas en las que “las mariposas 
formaban una larga cinta continua”. O salíamos 
a mear al callejón de atrás y decía: “He aquí unos 
prismáticos para ojos vendados”. Vivíamos en un 
edificio ruinoso que olía a casa de viejos con mascota. 
“Flotando al borde del abismo, impregnados del 
perfume de lo prohibido”, nos turnábamos para cortar 
la salchicha ahumada bajo la mesa. “Me encanta 
América”, nos decía. Íbamos a ganar un millón de 
dólares fabricando objetos que habíamos visto en 
sueños aquella noche.
 

La serenata del gato bajo la ventana 

En Una mosca en la sopa, Charles Simic ha escrito lo que podría denominarse su poética: 

La mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema se debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más. 

Con humor y distanciamiento irónico, Simic reelabora la concepción platónica de la poesía; sólo que aquí las musas y la inspiración se han convertido en la casualidad que lleva a las palabras a unirse y separarse como las moscas. Pero el poeta mueve también las manos para ahuyentarlas y volverlas a reunir, trazando los caminos invisibles de la belleza y la emoción artística. El mundo no se acaba termina con este breve y enigmático poema: 

Mi identidad secreta es 

El cuarto está vacío 
y la ventana abierta
 

Cuando cierro este álbum de instantáneas imagino que bajo esa ventana abierta el gato seguirá cantando su serenata y nuestra vida continuará siendo “¡(…) un bello misterio a punto de ser comprendido, siempre a punto!”


Artículo originalmente aparecido en el blog
 De nada puedo ver el todo.

"Una mosca en la sopa", memorias del personaje secundario Charles Simic, por Carmen Anisa

Cuenta el escritor serbio Charles Simic en Una mosca en la sopa (Vaso Roto Ediciones, 2010) que a finales de los años cuarenta vio por primera vez en Belgrado El ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica. 

Desde entonces siempre que vio la película pensó que ese era “el aspecto blanco y negro, granuloso que tenía su infancia”. Los primeros recuerdos se parecen a “una edad oscura” en la que se confunden las imágenes borrosas que la escritura consigue rescatar: 

Escribir ayuda a recordar. La lógica de la cronología obliga a pensar en lo que viene después. Pero también entra en juego la lógica de la imaginación. Una imagen genera otra que no tiene nada que ver con ella –o que, quizá tiene mucho que ver, aunque no lo parezca–. 

Vaso Roto Ediciones publicó a finales de 2010 Una mosca en la sopa, de Charles Simic (Belgrado, 1938). Traducido por Jaime Blasco, el libro lleva el subtítulo de “memorias”. Los lectores de Simic buscaremos en el libro unas claves que revelen lo más recóndito de su poesía. Y algo descubriremos, por supuesto, pero de una manera tan sorprendente como nos sucede al leer sus poemas. 

Quien no conozca a Simic quedará atrapado por esa forma directa de narrar, por el estilo sobrio y contenido en apariencia, sin fuegos de artificio; sin embargo, en cada página, nos aguarda algo inesperado, otra vuelta de tuerca con un lenguaje en el que, de manera imperceptible, se funden poesía y narración: 

Mi madre nos contó que de niña había oído a un hombre suplicar que le perdonaran la vida. Recordaba las estrellas, la oscura silueta de los árboles a lo largo de la carretera por la que avanzaban en un lento carro de bueyes, huyendo del ejército austríaco, en plena Primera Guerra Mundial. “Aquella voz que venía del bosque era la de un hombre terriblemente asustado”, dijo. Después, lo único que se escuchó fue el ruido entrecortado de las ruedas del carro que crujían como si fueran a soltarse cada vez que tomaban una curva. 

Los veintisiete capítulos en los que Simic ha dividido Una mosca en la sopa, guardan cierto parecido a la estructura de un libro de poemas; en cada una de las secciones, cuya frases iniciales se leen como versos, hallamos breves instantáneas contadas con una prosa ágil en la que el tono y el sentido del humor convierten lo más trágico en una comedia agridulce. 

Pero no nos engañemos; detrás de esa manera de narrar unas anécdotas, subyacen algunos sobrecogedores recuerdos de un personaje secundario de la Historia, que nos avisa de que no posee “un estatus especial en virtud de su condición de víctima”. Su vida ha sido como la de muchos seres humanos que se vieron envueltos en la Segunda Guerra Mundial y la posguerra: “Mi familia, como tantas otras, tuvo que salir a ver mundo por cortesía de las guerras de Hítler y de la ocupación estalinista del Este de Europa”, escribe Simic con esa divertida ironía que impregna sus memorias. 

Guera y posguerra 

En abril de 1941, Belgrado fue bombardeada por el ejército alemán. Tampoco el campo, a donde Simic se trasladó después con su madre, era un lugar seguro. 

Mi madre estaba muy embarazada, apenas podía caminar. No tenía convicciones políticas, y mi abuelo tampoco. Por supuesto eso no explica que sobreviviéramos. Me imagino que, sencillamente, tuvimos suerte. 

Casi al final de la guerra, en abril de 1944, Belgrado volvió a ser bombardeada, esta vez por los aliados. Las ruinas de una ciudad gris envuelta en polvo y humo se convirtieron en un el lugar de juegos del pequeño Simic: 

Era completamente feliz. Mis amigos y yo teníamos muchas cosas que hacer durante el día y tiempo de sobra para hacerlas. No había colegio y nuestros padres estaban ocupados o sencillamente no estaban. Vagábamos por el barrio, trepábamos a las ruinas y supervisábamos el trabajo de los rusos y de nuestros partisanos. Todavía quedaba algún francotirador alemán aquí y allá. 

La posguerra fue una época de escasez y de hambre: “Entre 1947 y 1948 pasamos una temporada en la que no teníamos prácticamente nada que comer”. Pero no vamos a encontrar lamentos en Una mosca en la sopa, sino escenas de humor negro mezcladas con dosis de ternura que jamás caen en el sentimentalismo fácil: la obsesión por la comida que acompaña a Simic y a la familia a lo largo de la vida, el atracón de judías, el recorrido por todas las pastelerías de Belgrado, la venta de ropa de lujo para comprar un cochinillo, una cena con el padre en un carísimo restaurante de América. 

El Simic adulto escribirá: “La tristeza y la buena comida son incompatibles. (…) La mejor conversación es la que se celebra en torno a una mesa. La poesía y la sabiduría son meros acompañamientos”.


Hacia una vida mejor 

El padre de Charles Simic se había marchado hacia Estados Unidos en 1944, con la esperanza de que la familia se reuniera más tarde con él. Pero tuvieron que pasar diez años durante los cuales, la madre y los hijos vivieron en el Belgrado de posguerra. 

Tras varios planes para salir de Yugoslavia, la madre intentó una escapada a pie por la frontera de Austria, pero acabó con sus hijos en distintas cárceles, mientras los conducían de nuevo a Belgrado: “Por lo que a mí respecta, la experiencia de la cárcel fue totalmente satisfactoria”, nos cuenta Simic. 

Fue también la época en la que Simic se enamora de “Insomnia”, aunque ya había tenido sus pequeños escarceos, cuando desde 1943, su obsesión durante la noche era escuchar la radio que le traía noticias, voces y palabras de lugares lejanos: 

Me enamoré de una chica. Me tumbé en la oscuridad intentando imaginar qué habría debajo de su falda negra. Creí que la chica se llamaba María, pero en realidad se llamaba Insomnia. 

El insomnio ha acompañado a Simic a lo largo de su vida y ha sido un personaje destacado de su obra poética: 

Aparte de las preocupaciones sin fin no cabe mucho más en la cabeza. Somos fruto de nuestros problemas. Llevo toda la vida durmiendo mal. Sesenta años tumbado en la oscuridad, sudando la gota gorda por cualquier motivo, desde mi propia vida a la maldad y la estupidez que hay en el mundo. Soy el metafísico de las tres de la madrugada. 

Por fin, 1953 la madre de Charles Simic consigue llegar a París con sus hijos. Pero ahí tienen que esperar un año hasta conseguir la documentación para viajar a Estados Unidos. Es el momento en el que Simic toma conciencia de “la noción de ser extranjero, sospechoso”: 

No ser nadie me parecía muchísimo más interesante que ser alguien. Las calles estaban atestadas de “álguienes” con aire de seguridad. La mitad del tiempo los envidaba; pero la otra mitad me daban pena. Sabía algo que ellos desconocían, tenía una certeza que solo se alcanza cuando la historia te da una patada en el culo: que en cualquier esquema ambicioso los individuos son superfluos e insignificantes. Que las personas que no son conscientes de que les puede suceder lo mismo que a nosotros en cualquier momento pueden llegar a ser despiadadas. 

El sueño americano 

En París, Simic dormía en el suelo, en una pequeña habitación de hotel que compartía con su madre y su hermano; asistía a una escuela de segundo orden, daba largos paseos y contemplaba los escaparates, único lujo que se podía permitir, junto con las sesiones de los cines de barrio. Allí se enamoró “del cine negro americano”. Desde el barco en que viajaba, la primera imagen que vio de América fue la los rascacielos de Manhattan y pensó, con emoción y asombro, que “era igual que en las películas, pero era real”. América “era un paraíso que asustaba” y al que habían llegado “con la esperanza de interpretar un papel en una película de Hollywood”. 

Charles Simic se reencuentra con su padre después de diez años. Tanto él como su hermano quedan fascinados por esa persona divertida y alegre: “Recordad este día”, les repetía a sus hijos aquel 10 de agosto de 1954. El padre transmitió a sus hijos la admiración que sentía por América, “el lugar más emocionante del mundo”. La madre, en cambio, siempre echó de menos Europa. La personalidad tan distinta de los padres convirtió más de una vez la vida familiar en un campo de batalla: 

Mi padre era un optimista. Creía a pies juntillas en el sueño americano. Y estaba esperando a que se cumpliera. Se había gastado todo el dinero que había ganado y había acumulado un montón de deudas. A mis padres no se les daba bien planificar el futuro. 

La vocación poética 

En ese contexto nace la vocación poética de Simic. Sus mejores maestros, nos confiesa, “tanto en arte como en literatura, fueron las calles por las que vagó”. Pero en verdad, desde los diez años, los libros habían sido una pasión que más tarde lo convertirían en “un adicto a la lectura”. La necesidad de leer sobre cualquier tema lo “ha acompañado durante el resto de su vida”. 

Creo que me enterrarán con un libro en la mano. Puede que el más apropiado sea El libro tibetano de los muertos, pero preferiría cualquier manual de sexualidad o los poemas de Emily Dickinson

En la época inicial, de tanteos y dudas, encuentra en una librería una antología de poetas latinoamericanos. Allí descubre la poesía de Borges, Neruda, Vallejo, Octavio Paz y Huidobro, entre otros. Simic nos describe el inicio de su vocación literaria y nos deja también un hermoso capítulo en el que nos desvela su poética. Lo más complejo queda enunciado de la manera más sencilla: “El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo”. 

El poeta se sienta ante el papel en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el espacio limitado del poema. El mundo es enorme, el poeta está solo y el poema no es más que un fragmento de lengua, una pluma que rasga el silencio de la noche. 

La poesía nace del misterio, de la necesidad de buscar el porqué de nuestra vida, pero “no hay nada que explique el mundo y la gente que lo habita. Esta certeza es la que nos hace caer de rodillas y escuchar el silencio de la noche”. Simic recuerda lo que le dijo una vez el poeta Frank Samperi: “Todo poema, consciente o inconscientemente, está dirigido a Dios”. Y si entonces Simic no compartía esa opinión, más tarde escribirá: 

Ahora estoy de acuerdo con él. Da igual que los dioses y los demonios existan. La ambición secreta de todo auténtico poema es preguntarse por ellos incluso cuando se reconoce su ausencia. 

Su pasión poética irá acompañada por las lecturas filosóficas: “Quienquiera que lea filosofía se lee a sí mismo tanto como al filósofo”; porque la filosofía ayuda a dialogar con “acontecimientos decisivos” de la vida, a buscar el significado de los mismos: “El significado es el objetivo de mi existencia. Mis esfuerzos por comprender consisten en dar vueltas alrededor de un puñado de imágenes obsesivas”. La comprensión depende “de la relación que existe entre lo que somos y lo que fuimos: el ser del momento”. 

De este modo se funden poesía, filosofía e historia: “Veo, es decir, soy capaz de imaginar y de sentir el peso humano de la soledad ajena”. La poesía organiza, en cierta forma el caos. Frente a la historia, la poesía, como la filosofía recrean “la experiencia del ser”, buscan la verdad del ser, la esencia, el “decir lo indecible”: 

Así es la gran poesía. La serenidad total en medio del caos. Tan sabia que se puede permitir hacer el tonto. 


Artículo originalmente publicado en el blog
 De nada puedo ver el todo.

Hugo Mujica, ganador del XIII Premio Casa de América de Poesía


El escritor argentino Hugo Mujica es el ganador del XIII Premio Casa de América de Poesía Americana por su obra 'Cuando todo calla'. En la tarde de ayer, el jurado compuesto por José Mármol, Julia Escobar Moreno, Luis García Montero, Jesús García Sánchez, Juan Malpartida y Anna María Rodríguez Arias como secretaria, se reunió en Casa de América y decidió por mayoría otorgar el galardón al poeta argentino. De la obra presentada, el jurado destaca que se trata de una poesía "de muy hondo pensamiento y de una gran exquisitez estética, basada en una escritura de expresión madura, sopesada, pero, sin matar la espontaneidad luminosa del arte poético”. También ha celebrado su "lenguaje minimalista, preciso, de profundo calado conceptual y humano", así como su "poesía de impecable factura expresiva", una poesía que, asegura, "redescubre la vitalidad de lo natural y el silencio frente a un mundo y una sociedad atosigados, intoxicados por el ruido, lo superfluo, la irracionalidad tecnológica y el consumismo líquido y banal".

Este premio, convocado por Casa de América con la aspiración de estimular la escritura poética en el ámbito de las Américas, está dotado con tres mil euros como anticipo de derechos de autor, e incluye la publicación de la obra por la Editorial Visor Libros.

A la convocatoria de este año se han presentado más de 216 obras de 27 países diferentes, en las que conviven modos muy diferentes de entender la poesía, con una amplia gama de formas, tonos y registros. 


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Cinco poemas de Nuno Júdice

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