lunes, 11 de abril de 2016

Prólogo a la novela TIEMPO AL TIEMPO de Isaac Goldemberg: La paciencia del tiempo por Carlos Yushimito

En calidad de exclusiva publicamos el prólogo que escribió Carlos Yushimito para la novela TIEMPO AL TIEMPO de Isaac Goldemberg, la cual será presentada el jueves 14 de abril 7pm en la Librería del Fondo de Cultura Económica (Calle Esperanza, 275, Miraflores). Comentarios de Enrique Sánchez Hernani y Paul Guillén. 

Desde la publicación de La vida a plazos de don Jacobo Lerner en 1978, la obra de Isaac Goldemberg (Chepén, 1945) no solo ha contribuido a la inauguración de un nuevo espacio étnico de reflexión cultural en el Perú –el de la diáspora judía y su descendencia–, sino también a la ampliación de una práctica discursiva que interpela las nociones sobre las que habitualmente hemos imaginado esa huidiza y muchas veces contradictoria construcción afectiva que conocemos como peruanidad.
Exiliado desde muy temprano en la ciudad de Nueva York, adonde llegó con apenas diecinueve años, no es insólito que Goldemberg se haya mostrado siempre interesado por los matices conflictivos de los desarraigos, y, en particular, por aquellas condiciones híbridas tan propias de las mezclas y de las encrucijadas, y de los traumas que, inevitablemente, acarrean estas últimas. Remediados en gran parte gracias a ese humor vital que emerge de la intimidad y la nostalgia –virtud poco estimada por nuestra tradición, tan siempre dada a lo enfático o a lo solemne–, su trabajo literario ha vuelto con obstinación, una y otra vez, sobre dichas zonas incómodas de la pertenencia social. Gracias a él es hoy más mestizo nuestro collage de representaciones, más diverso y plural y contradictorio ese Perú narrado por José María Arguedas, pero también por Gregorio Martínez o por Augusto Higa, entregados todos ellos, al igual que nuestro autor, a la imposible tarea de reunir en una misma tradición las diferentes texturas de lo propio.
Si Goldemberg iniciaba su precoz viaje de regreso al hogar perdido con La vida a plazos de don Jacobo Lerner, una novela vigorosa, múltiple y envidiablemente imaginativa, Tiempo al tiempo (1984) proponía, lúdicamente, su clausura. La melancolía que la acechaba era entonces incluso más rebelde, aun cuando volvía sobre las mismas coordenadas autobiográficas ya exploradas antes: la relación con el progenitor, la integración conflictiva del hijo mestizo e ilegítimo, la mirada crítica a la comunidad judía peruana, etc. Afirmaba, además, el tono sarcástico de sus tribulaciones comunitarias, esa comicidad aleccionadora y una penetrante indagación sobre el ser nacional o, mejor dicho, sobre la obligatoriedad que ese deber-ser nacional contagia institucionalmente a la índole de los individuos. Más atrevida o más iconoclasta, Tiempo al tiempo hacía de una forma sardónica de encontrar medios expresivos su lenguaje natural para narrar un país disgregado en voces, efemérides domésticas y rituales lúdicos; y encontraba maneras de esconder, detrás de su aparente trivialidad, modos de interpelarnos como testigos involuntarios.
El relato de la vida de Marcos Karuchansky, protagonista de la novela, así como la interrogación de su lugar liminar en la sociedad limeña de los años sesenta, adquiría la forma de una narración futbolística, intercalando entre las ensoñaciones deportivas que alegorizaban sus eventos biográficos, las voces de sus compañeros del León Pinelo y del Leoncio Prado, que eran, a su vez, el testimonio exterior de una penosa educación sentimental y de unos primeros y definitivos desencuentros sociales. El documento que los exhibía constituía, por lo pronto, la suma de voces acumuladas y entretejidas, revueltas en una heterogénea totalidad testimonial, que intentaba aprehender la esquiva reminiscencia del protagonista.
Entre la institucionalización del juego –revertida paródicamente en esa “batalla” internacional representada en el campo de fútbol– y el juego de la institución –con las reglas sociales transmitidas por los rituales educativos–, los espacios disciplinarios, las voces que interceptaban el relato de toda esa vida y la cronología arbitraria de la historia, trazaban un mapa fragmentado de lo que de otro modo no era sino una comunidad paralela e inoperante, dividida por el prejuicio mutuo. Marcos Karuchansky nunca hablará, pero su existencia testimonia mudamente su paso por esa frontera artificial, mediador privilegiado y a la vez sancionado en el espectáculo de su breve vida por la escisión de sus lealtades y afectos.
La polifonía narrativa que intenta aprehenderlo no solo es un síntoma de la ciudad bulliciosa que absorbe al joven provinciano, criado lejos y posteriormente recuperado por la culpabilidad paterna, sino también de la incapacidad de esta última para poder contarlo. Primero la escuela judía, y, más tarde, el colegio militar, funcionan ambos como espacios disciplinarios donde se modela la conducta y la ideología de los sujetos. Allí también se generan las narrativas que permiten articular el relato de una comunidad solo en apariencia homogénea, y en el que la experiencia transcultural adquiere una vaga forma de reconocimiento, ese rumor apenas digno del extrañamiento o de la vacilación en las miradas, y donde, como ya se ve, narrar en igualdad resulta terriblemente ineficiente.
La deuda que la novela mantiene estructuralmente con Los cachorros (1967) de Mario Vargas Llosa se hará notoria gracias al virtuosismo heredado de su oralidad polifónica y a la destreza técnica con la que este último entramado se construye. Sin embargo, a un nivel simbólico, Tiempo al tiempo hace mucho más compleja la alegoría de la amputación del protagonista, desviando lo que tiene aquella de accidental en lo trágico –esa mutilación fortuita, que es también irreversible– hacia lo que esta posee de rito y, por lo tanto, de imposición. Irreversible, no a causa del desgarramiento del miembro sexual, sino de un desgarramiento social, Karuchansky no será un tipo sin sexo, sino uno sin identidad. En otras palabras, un individuo incapaz de reproducirse o, lo que es lo mismo, de formar comunidad. La circuncisión con la que se inaugura la novela no es, por lo tanto, tan solo una intervención cultural sobre el cuerpo, sino también la primera inscripción de una preceptiva nerviosa que, paradójicamente, nunca terminará de definirlo.
El partido de fútbol imaginará el sometimiento de Marquitos Karuchansky a un ritual semejante durante su vida juvenil –recordemos que para Johan Huizinga el juego no dejaba de tener nunca una lógica propia ni una seriedad próxima a lo sagrado–, transformándola en un espectáculo hiperestimulado por la competitividad y la apremiante perentoriedad del tiempo. Estos rasgos acentúan, metaforizados tras los símbolos y la retórica futbolística, el rol de las instituciones como implacables aparatos de homogenización. Ceremonias, al fin y al cabo, las lealtades que modelan el deseo de pertenecer se infligen a través de esa misma solidaridad en la derrota deportiva, en la fugacidad del goce doméstico, en las marcas y los hábitos que se invitan a consumir, y que en el ensoñamiento de ciertos rituales comunitarios, acaso fabulan instancias de representación en las que se nos intenta convencer de que esa uniformidad es artificialmente posible.
Que el lenguaje de Goldemberg sea voluptuosamente sonoro y vibrátil; que añore en cada fraseo una peruanidad melancólica, no solo semántica sino también temporal, es la prueba final de que la fortuna de Marquitos es esencialmente trágica. Nada en la novela será más “peruano” que ese toque coloquial con el que circula su lenguaje, sonoramente adjetivo, sensual y ricamente imitativo. Esquiva y a la vez nostálgica, también puede decirse de la vida de Marquitos Karuchansky lo mismo que afirmara Julio Ortega, años atrás, sobre el propio Isaac Goldemberg: que su relato es paradójico porque es el resultado de “una improbable síntesis de raigambre regional y exilio perpetuo.”
A esa condición paradójica hay que añadirle la de cierta injusticia, la de cierta ineptitud, pues hemos debido esperar treinta y dos años para que esta novela, luego de tantas lecturas y viajes afortunados por el mundo, fuera reeditada aquí, el lugar donde quizá, con la resonancia propia de la paciencia del tiempo, nunca será mejor entendida.



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Retrato de Esther Margarita Allison Bermúdez, profesora de la Facultad de Educación de la PUCP. Fuente:  Esther M. Allison [fotografía]   ...