miércoles, 2 de mayo de 2018

Libro de reclamaciones: Antología poética personal 1981-2016, de Isaac Goldemberg, Por Juan Carlos Mestre

 Acaso la filosofía pronuncie la primera palabra, pero es la poesía la que otorga al universo la intuición de ser, la categoría del habla como revelación de una voluntad deífica. Así llega hasta nosotros la verdadera felicidad de existir en el lenguaje que da forma a la realidad del mundo, un estar en la construcción del destino, un habitar la casa del error donde todo discurso se convierte en lengua desconocida, en habla inaugural de lo que la razón abandona y la revelación ilumina. Y así también llega hasta nosotros este tratar de comprender qué es la poesía de Isaac Goldemberg y su decir aproximativo a lo entero de la existencia del hombre. Isaac ahonda su visión, más allá de las vinculaciones argumentales de la lógica, en la sensibilidad metafísica y en las analogías espirituales que dan sentido a la acción sagrada de la poética activa, poesía entendida como un desafío moral y político de la conciencia humana. Su poesía establece un pacto con la raíz misma del gran misterio, con la voz sin boca de la fundación original, la que pronunció su palabra antes de que las cosas poblaran el cosmos y lo informe deviniera en forma de un eterno presente; es decir, la duración; es decir, las presencias del pensamiento en la geografía del ensueño y la vida real como un territorio poblado de símbolos.

Isaac Goldemberg camina sobre las aguas materiales de la existencia como lo harían los pies del milagro sobre la superficie de la creencia, un vínculo entre la promesa y las correspondencias de la tierra no prometida, sino imaginada, del poema. He ahí la tarea constructiva de la voluntad humana, elevar sobre lo irracional de los sonidos inarticulados del habla el gran canto de la memoria, la irradiación de su oscura luz sobre la noche resplandeciente y los afortunados y también ominosos prólogos de la ventura humana. Ahí está el desierto como inicio del camino, la sangre como primera mancha moral en la historia de la conducta. De ahí la microfísica del poder y el desorden de la belleza cauterizando las heridas de la razón. El poeta habita una presencia oculta y haciéndolo la descubre, la desvela y evidencia, la hace ocupar otro espacio sin sustraerla a la invisibilidad, la hechiza con la conciencia de la vida y la metaconciencia de la muerte. El poeta entra en el sueño como acceden los amantes a sus cuerpos desnudos, entra en la cifra del sentido y en las figuras rítmicas de las correspondencias celestes, en la correlación y en las equivalencias, en la lectura de los espacios abandonados por la súbita desaparición de la esperanza y lo misericordioso. Mas el poeta restablece su estrella sobre las pequeñas aldeas del corazón, habla con las frases muertas y las aguas que hierven, retorna al límite donde la nostalgia hace grandes señales a los desaparecidos y a quienes aún esperan la señal del relámpago al borde de los caminos de la iluminación. Isaac ha caminado con ellos, con los que carecieron de su tiempo en la historia y con los que renacen cada vez que los oídos mentales de la lluvia escuchan la tierra. No lee el pasado, Isaac lee el mañana del espíritu, las justas balanzas con almendras y la gracia unánime del sol sobre las tierras de la promesa. Isaac canta con el que “sale a buscar agua en una calabaza.” Y encuentra el agua, el rocío del origen que da sentido místico al guerrillero y al pájaro.

Cavilan los enamorados al borde de su noche, medita Isaac mientras los caballos cruzan sin ser vistos el horizonte curvo del tiempo donde toda la delicadeza humana entrega como tributo el don del lenguaje a la comprensión del mundo. Son las voces, es el pacto entre la pasión y el habla, es el juramento entre la voz y las especies transparentes del aire respirado por las víctimas, son los términos y los ofrecimientos, es el verbo bajo la sombra del árbol del Génesis donde los vivos hablan por la esperanza de los muertos, por las voces muertas de cuantos cargados de razón amanecen de nuevo en el poema para que sus pensamientos sigan vivos. Es la restitución de lo hurtado al cielo mental de la belleza lo que agita y subvierte estas páginas, la voz de los otros, la fila donde los débiles se yerguen desde la irrefutable dignidad de su juicio contra los verdugos. Presencias, sí, de las que fluye la melodiosa gratitud de un hacer inocente: la palabra poética configurando la vacilante matemática del destino, la rítmica turbulencia de la historia, la íntima condición del espacio donde incuba la ilusión del hombre su sol de arena. Isaac es la unidad divisible del alefato que extiende sobre el silencio la redención de su condena, y lo silente se ausenta de su mudez, y lo inadvertido se desoculta de su olvido, y lo abandonado retorna al ámbito de lo pródigo. Isaac percibe la angustia de los sin rostro, y otorga faz a la ausencia civil del insatisfecho. Isaac invoca y obtiene: luz a la izquierda del libro donde cada letra es sagrada, luz sobre los espejos sin azogue de la vigilia y sus correspondientes figuras en el abismo del sueño, luz sobre las narraciones pretéritas de la condición humana y las sílabas negras de lo prejuzgado, luz sobre las negaciones eclécticas de la felicidad y las confidencias ardientes del espíritu. Hay confesión y testificación en estas páginas, hay sonoros retratos cuyo eco inextinguible llega hasta las puertas de la melancolía. Hay melancolía e impaciencia, y una insurgente mas delicada manera de estar en el mundo junto a la gente del mundo, en la naturaleza rebelde de lo libre y en la bienaventurada tarea de los avisadores del fuego ante los abismos terrenales. Ellos, los que despiertan a los demás ante la inminente catástrofe, ellos invadidos por el recuerdo de un encargo que nadie les ha hecho pero que han de cumplir hasta que el tiempo del tiempo acabe. Entre ellos este Isaac Goldemberg, su poesía nutrida por la oscuridad luminosa de la filosofía y los sembradores de lámparas en las tierras negras, en las patrias donde algún día habrá de volver a brotar el elogio del conocimiento. Es Isaac contra la ignorancia, la feroz dulzura de la conciencia poética contra los procedimientos de la impiedad y las atrocidades del autoritarismo. Una voz en la asamblea de los que dialogan con el infinito, la voz del poeta que como un sentimiento geológico del mundo se petrifica en el azar de las constelaciones y en el firmamento lingüístico del habla poética como realidad fundadora de todas las demás verosimilitudes y concepciones paralelas del cosmos.


La poética de Isaac Goldemberg es una lección de grandeza, una enseñanza en cuanto inteligencia de un texto, en cuanto testimonio de una excelencia moral. Su conversación con las tensiones críticas entre el bien y el mal, su ánimo para afrontar la evidencia y la imposibilidad de resistir lo ominoso desde las certidumbres éticas de la conciencia contemporánea, hacen de su entendimiento un logos unitario y armónico, una teoría del ser cuyo principal axioma es la naturaleza sagrada y contextura moral, ángeles y demonios, de la condición humana. Poeta en el exilio y en las afueras de la otredad, poeta tras las fronteras del éxodo y la permanente refundación de un destino, Isaac eleva la emotividad de su cántico de las criaturas sobre la “dignidad solitaria de las cosas” y las personas. No hay sombras que se le oculten, ni resplandores que lo deslumbren en el tránsito entre sueño y fábula, entre el país sin nombre de los desterrados y la casa en el aire de los que ya solo residen en el recuerdo. Importa en esta poesía la justicia ejercida sobre el espacio de las mutilaciones, sobre las lesiones históricas de la condición judía, la fisonomía del sufrimiento, el silabeo del descifrador ante los enigmas del infortunio y las metamorfosis de la desgracia. Instalado en la lengua común el hablante somete a los poderes artísticos la decisión significativa de sus dialectos, los personajes heterodoxos que habitan la memoria y transmigran entre lo truncado y lo absoluto, entre la ilusión de lo pendiente de ser soñado y las deudas por lo no vivido; seres de cuya belleza se nutre de una súbita cualidad la materia del mundo, frases, cuadros, nebulosas, visiones ordenadoras de una existencia concebida en términos de promesa, de una impaciencia inferida en términos de redención. Indudablemente Isaac sabe cuál es el derecho de todo ser a la justicia y lo hermoso, Isaac conoce la capacidad de toda pasión por generar lo bello y la competencia reordenadora del amor entre los discursos del afecto, la responsabilidad y lo justo. Isaac está ante el desafío del amanecer y frente a las seducciones consumadas del crepúsculo. Isaac recuerda y ama, acaso la tarea primera del poeta: la emancipación del olvido y la flexibilidad sintáctica de las consolaciones sobre el atronador silencio de las víctimas.

Este libro está pleno de rostros y de personas en busca de su rostro. Este libro está lleno de palabras que buscan a alguien, que aún siguen buscando a los que desaparecieron en el hambre que no sacia ni la venganza de la primavera ni la estrella amarilla en la raíz de las flores que besó Moisés. Aquí están los que nacieron por la “sencilla costumbre de nacer”, y los que resucitan cada vez que alguien deja una piedrecita sobre las nubes del corazón. Se oye aquí a un coro concertado de voces, los que regresan de sus delirios puros, los masacrados por el envilecimiento de las estructuras y las formulaciones execrables; se oyen aquí a los extraños de sí mismos y a los indefinidamente al borde de su ninguna posibilidad futura; están aquí los que encontraron la sal que no es de nadie, y los que de igual manera hacen del reparto memoria futura de una mesa colectiva. Isaac escribe palabras para dejarlas en el Muro, palabras sin otras pruebas que la de ser palabras, palabras de la inexistencia, palabras de la existencia de Dios, brotando del pan, de las casas, de las fosas.

Es la abolición de las intermediaciones con lo sagrado lo que se destruye con la caída en desgracia de la poesía, como es el triunfo de la vida lo que su bien restituye. Esa es la creencia, a pesar de los estigmas y de la afrenta, de las perdurables significaciones del dolor. Porque un irredento dolor traspasa también estas páginas antes de que hayan de desembocar en un conjuro contra el pesimismo. Estos poemas, este canto giratorio, estas substancias puras de la individual conciencia del testimonio dan argumentación moral a la asamblea que en el sitio de su pueblo sigue siendo, para la poesía de las densidades ideológicas, la infancia de Dios y el nacimiento del lenguaje. Isaac no oculta la desesperación, ni encubre la angustia de los tímidos, tampoco enmascara la imposibilidad de los más fuertes ante el “drama de la desaparición”. Isaac nombra, y al nombrar erige contra la vulgaridad del olvido la sinagoga de la espiga sobre las páginas de tierra de la conciliación. Avenencia entre la propiedad y los despojamientos, entre las heridas terrenales y las leyes involuntarias del cielo. Y no está solo, es multitud en el vacío, una muchedumbre que ha desertado de la fila, los que abandonando la humedad sombría salen al colectivismo del sueño y al fresco futuro de las aguas. Tierra de la promesa este libro de Isaac Goldemberg, libro también secreto y cabalístico, libro de fronteras visibles y apariciones invisibles, levantado sobre las rocas de los sobrevivientes, excavado bajo todos los imaginarios y las preceptivas de la segunda lógica, allí donde surge el territorio inacabable, indestructible, de la visión poética y la respiración del pensamiento crítico.

Y si “el primer fundamento de la fe es el Nombre”, Isaac nombra. Nombra el Nombre. Nombra la deconstrucción de nuestras máquinas de pensar y las metáforas del poder, nombra la acción de los yuxtapuestos y la complicidad de los indiferentes, nombra la resignación permisiva y la voluntad de los atestiguantes. Isaac nombra la apostasía de los indemnes y al que se encoge de hombros ante la muerte. Isaac escribe sobre las mujeres y los hombres de pena y su insaciada esperanza, escribe sobre la velocidad de la luz y las arrugas en la frente; Isaac escribe sobre lo inmutable y la flaqueza del éxtasis entre el tumulto humano. Isaac escribe sobre el allí, el no lugar donde el tetragrama impronunciable se manifiesta en la letra. Allí está Salomón y el Señor de Sipán. Allí está su padre y la noche, “mantel bordado y candelabro”. Allí, “ay vidita”, el profeta Jeremías y Carlos Marx. Allí la casa, la lluvia sobre las uvas y el pan blanco del zorro, la llave que abre las calles sin salida hacia la libertad como definitiva genealogía de la memoria del ser en el mundo. Es el lugar de la víspera, el territorio donde la anticipación deviene en nostalgia de futuro, en súbita redención de un instante que desafía la cronología inmóvil de la memoria y se constituye en un activo recuerdo: “mi padre…viene a lavarme las orejas… el rabino me hace subir a la bimá…” Para que se oiga, para que sea escuchado desde el podio, el poema en el centro del santuario de la existencia, la palabra revelada en la alta festividad de los significados que articulan el conocimiento y otorgan conciencia a las figuraciones y decorado crítico de la Creación. “Sardinas y pan blanco” sobre la mesa para el hijo del mandamiento, estos poemas de Isaac Goldemberg designan una enseñanza complementaria de la ley oral, la escritura pronunciada, hecha voz irrevocable de una condición que asume metafísicamente el habla de lo otro, la esencial presencia de la otredad en busca de rostro, en indagación de lo fugaz en la casa de la permanencia y ante los espejos que entre el cielo y la tierra reflejan la condición humana.

Es acaso de esa conciencia de temporalidad, de lo que por breve es trascendente, en donde echa raíces la paradójica tristeza de este alegre habitante del poema, “a veces sueño que soy Jesucristo”, de este hombre que camina sobre las aguas de la escritura hasta confundirse en la lejanía con los párrafos de la promesa. Patria de un lenguaje fronterizo y éxodo del ser hacia los panes ácimos, la poética de Goldemberg instaura una plenitud de sentidos sobre la excavación que cada poema realiza en las geografias del encantamiento, ya sea Ucrania o el ayayai de las tierras polvorientas de Chacra Colorada, ya suene el shofar o la quena, allí donde hay palabra hay casa, allí donde hay luz hay día. Día para la elegía del vendedor de corbatas, día para los prostíbulos góticos de las cabezas desnudas, lo comprensible y lo incomprensible, la intuición que en el cerebro de las rocas imagina el agua. Agua y tiempo, he ahí la material esencial de la que están hechas las palabras de Isaac y “las espigas de Judea”.

Voz coral instalada en el mestizaje de la sabiduría, voz que nombra para borrar lo nombrado y transmutarlo en materia tras el destierro de las significaciones, el recuerdo como categoría moral de la historia, la memoria como un constructor configurante de la verdad abolida, del lenguaje puesto en crisis, en una situación límite donde solo la redención, la exaltada melancolía que transfigura en destino la solidaridad y la culpa, la misericordia y la fraternidad, dan sentido a los conceptos del amparo, la radical misericordia y la innegociable esperanza.

Aquí el ciprés habla en yidis con las cruces católicas, y las colinas de Lima descienden sobre el valle de Jerusalén. El peso es la medida como el carnero es la ofrenda y la parte el cálculo de cada necesidad. Es sábado. Es sábado en la escritura del silencio y en los caracteres de la permutación. Es el día siguiente en que toda narración es arrastrada por los vientos erróneos hasta llevar lo visible más allá de lo invisible. Es la escritura de la invisibilidad haciéndose presente sobre las cenizas de los que ya solo viven en el aire, en el mito transparente de Dios y entre las líneas de su escritura, más que temperatura de lo humano, más que sonrisa liberadora y definitiva de la razón poética. Sea lo que fuere el ángel, hay ángel en este libro, el ruido ordenado en la periferia del resplandor según Tristán Tzara, las alas que le crecen a cada árbol personificado en los laberintos según Sholem; ángeles civiles y ángeles laicos cuya creencia es la propia sustancia de ser ángeles, materiales sobrantes de la creación simbólica del mundo, sueño de la mujer en la casa oculta del hombre y sueño del hombre en la casa también oculta de la mujer; ángeles que cantan con la boca cerrada, ángeles mudos en el mármol, ángeles tallados en los huecos de arcilla del silencio; ángeles hay en esta asamblea de fragmentos y amor que es toda amistad con las palabras, esa exterioridad sin límites del ser que se hace edad, escritura en el espacio, y pasión de lo sentido como experiencia única del universo.

No es el de Isaac Goldemberg un territorio establecido en los márgenes de la dicción donde se originan los mitos fundacionales de las escrituras en el éxodo, sino el de un topos circunscrito a la etopeya moral de un pueblo, un monólogo en el que el universo judío habla por sí mismo, significa por sí mismo entre las líneas y texturas configurantes del carácter de su leyenda. Resistencia y evocación de la utopía, el arte político de la palabra implicada en los subrayados de la conducta, sin duda aquella que viene a recordarnos, otra vez más, que los seres humanos somos responsables unos de otros. Desalojando el conflicto, reinstaurando la invocación deífica, transformando el destierro en una experiencia espiritual, la poética de Goldemberg es un tratado de hermenéutica sobre la condición misteriosa de la palabra en la conciencia humana, un acceso a la otra condición del ser, aquella que tan por encima de la pragmática nos otorga, como en todo acto de revelación, el conocimiento intuitivo de la historia que nos constituye como personas. Historia confesional y laica, historia de lo fragmentario y lo arraigado a la imantación de la creencia, memoria colectiva y epopeya íntima del ser enfrentado a cada una de las circunstancias azarosamente cuánticas del destino. Historia al fin del ciudadano y su sombra civil encausado en el proceso de la legitimización discursiva, allí donde la palabra ya no nombra ni designa, sino que celebra, sino que testimonia desde el tiempo futuro la viva presencia de aquello que jamás logrará borrar de los tribunales de la conciencia el recuerdo del exterminio y la totalidad de los ominosos actos de fuerza. También contra eso escribe Goldemberg, contra la posibilidad cruel del olvido y contra la violación sistemática de los significados del porvenir.

“¿De cuál de las doce tribus desciendes tú?” se pregunta el poeta, y la respuesta, como toda construcción de sentido ante la intemperie del no saber, no ha de ser otra que la tribu de la humanidad, aquella que ante las categorías morales de la historia halla en la condición sagrada de la persona su única y definitiva necesidad. Una poética construida ciudadanamente en la laboriosa mezcla de sentidos, de injertos significativos, de historias corales. Voz en la que se cifra la paradojal permanencia de lo fugaz, el tiempo detenido en las legislaciones imperativas de la memoria, en la desafiante voluntad de hacer del recuerdo un vivo testimonio de futuro, acaso la responsabilidad más honda de la palabra hacia los muertos, con los errantes y las sombras, con los viajeros sin otro rumbo que la revelación de su propio origen entre los bienaventurados en el silencio.
Este libro, esta elegía y esta celebración, es el estado de cosas en que se transforman las palabras después de haber cumplido su función audible en el lenguaje, estos poemas son estancias, casas para ser habitadas por la conciencia de otro, tú, lectora, lector. Catres donde han soñado las personas del verbo, las infancias sin otro espacio que la liturgia textual, el acomodo crítico del habla ante la intemperie, la soledad, los espectros del miedo. Y esa aproximación a la verdad simbólica es aquí, ahora, el día de la luz ante los ojos cerrados de la muerte, y ese también el acto de valentía del poema ante lo tachado.
Isaac ha cumplido su mandato, ha dialogado con las grandes tradiciones de la lírica, ha entrado en la identidad de los nuevos descubrimientos, en los territorios arrancados al vacío y en la especulación de los gestos que amplían los horizontes significativos del porvenir. Isaac ha visto, ha oído, ha vuelto a religar las visiones de lo desconocido con el humor sagrado, con la sonrisa del ser que configura su conducta moral en lo intuido como expresión suprema de la inteligencia. Inteligencia y amor. Amor civil, amor dramática y apasionadamente humano. Su yo es otro, y el otro, el íntimo ante los reconocimientos de la semejanza es el cualquiera, el hombrecillo, la mujer, la ceniza de los poemas que siguen dando cuenta de la historia del cielo ante los tribunales del orbe. No otro gesto tiene el pan ante quien ha hecho necesidad de su hambre, la voz interpeladora de una conciencia que en voz tan alta, tan pura, alumbra en la incertidumbre y tan persuasivamente consuela en el pesar, en el dolor y en el irracionalizable sufrimiento. Tal vez el que consigo mismo habla y entre las permutaciones encantatorias del alefato hebreo encuentra la identidad colectiva de todos los pueblos, de todos los hostigados, de todos los que bajo el nombre de una misma estrella son la vida breve, la tan delicada como radical resistencia ante lo injusto, la lámpara, la voz sin boca que habla e ilumina a los errantes.
El círculo se abre, el inventario de los sueños no ha concluido, los que viven en el aire bajarán de las nubes a pisar esta tierra. Esto no es un prólogo, no necesita de ninguna máscara este diálogo después de Auschwitz. Isaac lo sabe, Isaac se sabe, usted lo sabe. Isaac es la imaginación del imperfecto dios y el “animal que habla”. Ya no es posible entender más y la elección del máximo bien está hecha.


Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, España, 1957) es poeta y artista plástico. Ha publicado numerosos libros de poesía, entre ellos Antífona del otoño en el valle del Bierzo (1986, Premio Adonáis), La poesía ha caído en desgracia (1992, Premio Gil de Biedma), La casa roja (2009, Premio Nacional de Literatura) y La bicicleta del panadero (2012, Premio de la Crítica de Poesía). Premio Castilla y León de las Letras en 2018 al conjunto de su obra. 

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